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El milagro de PurunBhagat

Rudyard Kipling

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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La noche que sentimosque iba la tierra a abrirse,partir de allí le hicimos

y en pos nuestro venirse;porque él logró inspirarnos

aquel cariño rudoque llega a dominarnos,incomprensible y mudo.

Y cuando el estallidose oyó de la montaña,

y todo hubo caídocomo una lluvia extraña,

nosotros le salvamos,nosotros, pobre gente;

mas ¡ay! que no le hallamosy siempre está ya ausente.¡Llorad! Sus salvadoresnosotros sólo fuimos:

también aquí hay amorestambién aquí sentimos;

mas duerme nuestro hermanoy no ha de despertarse...

¡y aun viene el pueblo humano

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del sitio a apoderarse!

Canto elegíaco de los langures.

Hubo una vez en la india un hombre que eraprimer ministro de uno de los semiindepen-dientes estados que hay en la parte noroeste delpaís. Era un brahmán, de tan bella casta, queestaba ya por encima de cuantos límites suponela división en castas, y su padre habia ocupadoun importante empleo entre la gentuza de vis-tosos ropajes y los descamisados que formabanparte de una corte india montada a la antigua.

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Pero al ir creciendo Purun Dass, notó que elacostumbrado orden de cosas iba cambiando, yque quien quisiera elevarse era preciso queestuviera a bien con los ingleses e imitara cuan-to a éstos les parecía bueno. Al propio tiempo,era conveniente que todo funcionario supieracaptarse y conservar las simpatías de su amo.Algo dificil resultaba el compaginar ambas co-sas; pero el callado, reservadísimo brahmanci-to, ayudado por una buena educación inglesarecibida en la Universidad de Bombay, supomanejarse de modo que lo lograra, y elevasepaso a paso, hasta llegar a ser primer ministrodel reino, es decir, disfrutó de un poder másreal y verdadero que el de su amo, el Mahara-jah.

Cuando el rey, ya viejo (y siempre recelosode los ingleses, de sus ferrocarriles y de sustelégrafos), murió, Purun Dass conservó todasu influencia con el sucesor, joven que habíasido educado por un inglés; y entre uno y otro,aunque siempre cuidó él muy especialmente de

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que su amo se llevara la gloria, establecieronescuelas para niñas, construyeron caminos,fundaron hospitales, hicieron exposiciones deinstrumentos agrícolas, publicaron anualmenteuna información o libro azul, sobre «El progre-so moral y material del Estado», y así el Minis-terio de Negocios Extranjeros inglés y el Go-bierno de la India estaban contentísimos. Muypocos son los Estados indígenas que aceptan enconjunto los progresos ingleses, porque nocreen, como Purun Dass demostró creer, que loque es bueno para un inglés debe serlo doble-mente para un asiático. Llegó el Primer Minis-tro a ser amigo muy considerado de virreyes,gobernadores y secretarios; de médicos encar-gados de misiones especiales; de los acos-tumbrados misioneros; de oficiales ingleses,jinetes excelentes que iban a cazar en los terre-nos del Estado; y de todo un ejército de viajerosque recorría la India en la estación fría, dando ala gente lecciones de cómo habían de hacerselas cosas. A ratos perdidos, fundaba becas para

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el estudio de la Medicina y de la industria, si-guiendo para ello exactamente los modelosingleses, y escribía cartas a El Explorador, elmayor de los periódicos indios, explicando lasideas y propósitos de su amo.

Hizo, en fin, un viaje Inglaterra, y, al volvera su país, tuvo que pagar enormes sumas a lossacerdotes, porque hasta un brahmán de tanelevada casta como Purun Dass quedaba de-gradado al cruzar el mar. En Londres vio yhabló a cuanta gente valía la pena conocer, apersonas cuya nombradía vuela por todo elmundo, y bastante más tuvo ocasión de ver loque él contaba. Sabias universidades le conce-dieron títulos académicos honorarios, e hizodiscursos y habló de reformas sociales en laIndia a señoras vestidas de etiqueta, hasta quetodo Londres acabó por decir: «Es el hombremás agradable con quien jamás se sentó alguiena manteles desde que éstos existen».

Al volver a la India vióse rodeado de unaaureola de gloria, porque el Virrey en persona

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hizo una visita a Maharajah para concederle laGran Cruz de la Estrella de la India (toda di-amantes, cintas y esmaltes); y en la misma ce-remonia, mientras tronaban los cañones, PurunDass fue proclamado comendador de la Ordendel Imperio Indio, con lo cual su nombre setransformó en Sir Purun Dass, K. C. I. E.1

Aquella tarde, a la hora de la comida en lagran tienda del Virrey, levantóse ostentando laplaca y el collar de la Orden, y, contestando albrindis en honor de su amo, pronunció un dis-curso que pocos ingleses hubieran superado.

Al mes siguiente, cuando la ciudad habíavuelto ya a su reposo, tostada por el sol, hizoalgo que a ningún inglés se le hubiera ocurridonunca ni en sueños, pues murió para todo loconcerniente a los negocios de este mundo. Lasricas insignias de la Orden que le habían sido

1 Iniciales del título: Knight Commander ofthe Order of the Indian Empire.

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concedidas volvieron al Gobierno de la India;nombróse otro primer ministro que se encarga-ra de los negocios, y entre los empleados subal-ternos se armó una de comunicaciones y deidas y venidas que parecía que jugaran a Co-rreos. Los sacerdotes sabían lo que había ocu-rrido, y el pueblo lo adivinaba; pero la India esel único país del mundo en que un hombrepuede hacer lo que se le antoje sin que nadiepregunte por qué lo hace, y el hecho de queDewan Sir Purun Dass K. C. I. E., hubiera re-nunciado a su posición, a su palacio y a su po-derío, adoptando el cuenco y el vestido de colorocre de un sunnyasi o santón, no parecía a na-die cosa extraordinaria. Había sido, como re-comienda la Antigua Ley, simplemente un mo-zuelo hasta los veinte años; por espacio deveinte más un luchador (aunque nunca llevóconsigo arma alguna), y, durante otros veinte,cabeza de familia. Usó su riqueza y poderío encosas cuya utilidad le constaba; recibió honorescuando le salieron al paso; vio hombres y ciu-

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dades de los que cerca tenía y de los que esta-ban lejos, y hombres y ciudades se levantaronpara honrarle. Ahora se desprendía de todo esocomo quien deja caer un manto que ya no nece-sita.

A su espalda, mientras cruzaba las puertasde la ciudad llevando bajo el brazo una piel deantílope y una amuleta con travesaño de cobre,y en la mano un moreno cuenco pulimentado,hecho de coco de mar, desnudos los pies, solo,clavados los ojos en el suelo... a su espalda, re-tumbaban las salvas de los baluartes en honordel que había tenido la fortuna de sustituirle.Purun Dass saludó. Aquella clase de vida habíaya terminado para él, y no tenía mejor ni peorvoluntad de la que puede tenerle un hombre aun incoloro sueño que pasó con la noche. Él eraun sunnyasi... un mendigo errante, sin casa nihogar, que recibía del prójimo el pan cotidiano;y mientras haya en la India un mendrugo quepartir, ni sacerdotes ni mendigos se mueren dehambre. No había probado carne en su vida, y

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hasta el pescado lo comía raras veces. Un billetede cinco libras esterlinas le hubiera bastadopara cubrir todos sus gastos personales, enpunto a manutención, durante cualquiera delos muchos años en que había sido dueño abso-luto de millones en metálico. Hasta en Londrescuando hicieron de él el hombre de moda, ja-más perdió de vista su sueño de paz y reposo...el largo, blanco, polvoriento camino, lleno dehuellas de desnudos pies; el incesante tráfico, yel acre olor de la leña quemada, cuyo humo seeleva en espirales bajo las higueras, a la luz dela luna, en los sitios donde los caminantes sesientan a cenar.

Cuando llegó el momento de realizar estesueño, el Primer Ministro tomó sus disposicio-nes y, al cabo de tres días, hubiera sido másfácil hallar un burbuja de agua en las profundi-dades interminables del Atlántico que a PurunDass entre los errantes millones de hombres enla India, que ora se reúnen, ora se separan.

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Tendía, para dormir, su piel de antílope enel sitio donde se le hacía de noche, una veces enun monasterio de sunnyasis que estuviera juntoa un camino, otras arrimado a una columnahecha de tapia de algún lugar sagrado en KalaPir, donde los yoguís, que son otro nebulosogrupo de santones, lo recibían como hacen losque saben qué valor tiene eso de las castas y losgrupos; muchas veces en las afueras de algúnpueblecillo indio, adonde los niños acudían conla comida preparada por sus padres; y no po-cas, finalmente, en lo más alto de desnudastierras de pasto, donde la llama del fuego queencendía con cuatro palitroques despertaba alos adormecidos camellos. Todo le era igual aPurun Dass... o a Purun Bhagat, como se llama-ba él a sí mismo ahora. Tierra... gente... comi-da... todo era lo mismo. Pero inconscientementefue caminando hacia el Norte y hacia el Este;desde el Sur hacia Rohtak; de Rohtak a Kur-nool; de Kurnool al arruinado Samanah, y deallí, subiendo por el seco cauce del río Gugger,

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que sólo se llena cuando llueve en las montañasvecinas, hasta llegar a ver un día la lejana líneadel Himalaya.

Sonrióse entonces Purun Bhagat, porque seacordó de que su madre era de origen brahmá-nico, de la raza de los rajhputras, allá por elcamino de Kulu (es decir: una montañesa quesiempre echaba de menos las nieves...), y bastaque un hombre lleve en sus venas una gota desangre montañesa para que, al fin, vuelva alsitio de donde salió.

-Allá abajo -díjose Purun Bhagat, empren-diendo de frente la subida de las primeras lo-mas de los montes Sewaliks, donde los cactosse yerguen como candelabros de siete brazos...-,allá abajo me sentaré a meditar. -Y el frescoviento del Himalaya silbó en sus oídos al andarpor el camino que conduce a Simla.

La última vez que había pasado por allí eracon grande pompa y aparato, acompañado deuna ruidosa escolta de caballería, para visitar almás cortés y amable de todos los virreyes, y

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ambos estuvieron hablando, durante una hora,de los amigos de Londres y de las opinionesque de mil cosas tiene la gente del pueblo en laIndia. Esta vez Purun Bhagat no hizo visitaalguna, sino

que se recostó sobre una verja del paseo,contemplando la magnífica vista de las llanurasque se extendían en una extensión de diez le-guas; hasta que, al fin, un policía mahometanode los del país le dijo que interrumpía la circu-lación; y Purun Bhagat saludó al representantede la Ley con gran respeto, porque sabía el va-lor de aquélla e iba en busca de una que fuerala propia, la suya. Siguió, pues, adelante, ydurmió aquella noche en una cabaña abando-nada, en Chota Simla, lugar que tiene todo elaspecto de ser el 6n del mundo; pero no eramás que el principio de su viaje.

Siguió el camino del Himalaya al Thibet, lavía de tres metros de ancho abierta a fuerza debarrenos en la roca viva, o apuntalada con ma-deros sobre el abismo de trescientos metros de

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profundidad; que se hunde en tibios, húmedos,cerrados valles, o trepa a través de colinas des-nudas de árboles y con algo de hierba, en lasque reverbera el sol como en un espejo ustorio;que caracolea a través de espesos, oscuros bos-ques, donde los helechos arborescentes cubrende alto a bajo los troncos de los árboles, y don-de el faisán llama a su compañera. Hallóse conpastores del Thibet, acompañados de sus pe-rros y de sus rebaños de carneros, cada carneroprovisto de una bolsita con bórax que llevabasobre el espaldar; con leñadores errantes; conlamas del Thibet cubiertos de mantos y abrigos,que llegaban en peregrinación a la India; conenviados de pequeños y solitarios estados, per-didos entre montañas, que corrían la posta des-esperadamente en caballitos cebrados o píos, obien hallóse con la cabalgata de un rajah queiba a hacer una visita; finalmente, por espaciode todo un largo y claro día no vio más que unoso negro, gruñendo y desenterrando raícesallá abajo, en el valle. Durante las primeras jor-

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nadas, los rumores mundanales resonaban aúnen sus oídos, como el estruendo de un tren alpasar un túnel quédase aún sonando largotiempo después que el tren sale de él; perocuando hubo dejado atrás el paso de Mutteea-nee todo terminó, y Purun Ghagat quedóse asolas consigo mismo, caminando, vagabun-deando pensativo, clavados los ojos en el sueloy por las nubes las ideas.

Una tarde cruzó el más alto desfiladero quehabía hallado hasta entonces (dos días de as-censión costóle el llegar allí), y se encontró fren-te a una línea de nevados picachos que ceñíantodo el horizonte; montañas de cinco a seis milmetros de altura que parecían estar tan cercaque una pedrada podía alcanzarlas, aunque sehallaran, en realidad, a catorce o quince leguasde distancia. Estaba coronado el desfiladero porun espeso, sombrío bosque formado por deo-doras; castaños, cerezos silvestres, olivos y pe-rales silvestres también; pero principalmentedeodoras, que son los cedros del Himalaya, y a

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la sombra de estos árboles se elevaba un temploabandonado que se construyó en honor de Ka-li... el cual es Durga... el cual es, a su vez, Sitala,y que recibe adoración por su virtud contra laviruela.

Barrió Purun Dass el empedrado suelo; son-rió a la estatua que parecía hacerle una mueca;se arregló con barro un hogar en que encenderfuego detrás del templo; extendió su piel deantílope sobre un lecho de pinocha verde; seapretó bien su baíragí (su muleta con travesañode cobre) bajo uno de los sobacos, y sentóse adescansar.

Junto a él, casi a sus plantas, tenía el declivedel monte desnudo, pelado en una altura decuatrocientos metros, donde un pueblecillo decasas hechas de piedra con techos de tierraamasada parecía colgar de la escarpada pen-diente. Alrededor, estrechos terrenos en formade terraplenes se extendían como si fueran de-lantales formados de retazos y puestos sobre lafalda de la montaña, y vacas, que no parecían

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mayores que escarabajos, pacían en los espaciosque quedaban entre los círculos, empedradosde bruñidas piedras, que servían de eras. Mi-rando a través del valle se engañaba la vista aljuzgar el tamaño de las cosas, y no podía, alprincipio, convencerse de que lo que tenía elaspecto de grupo de arbustos, al otro lado de lamontaña, era en realidad un bosque de pinosde treinta metros de alto. Purun Bhagat viopasar un águila hundiéndose en la inmensahondonada; pero la enorme ave fue disminu-yendo pronto de tamaño, hasta no parecer másque una virgulilla antes de que llegara a la mi-tad del camino. Algunos grupos de nubes seenfilaban por el valle, enredándose cerca de lacima de una montaña, o elevándose para des-vanecerse al llegar a la altura de los picos en losdesfiladeros. Y Purun Bhagat se dijo: Aquíhallaré la paz que ando buscando.

Ahora bien: para un montañés, una cuantasdocenas de metros más abajo o más arriba nosignifican nada, y, en cuanto los aldeanos vie-

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ron humo en el templo abandonado, el sacerdo-te del pueblecillo subió por la ladera llena deterraplenes y fue a saludar al forastero. Al cla-var la mirada en los ojos de Purun Bhagat (ojosacostumbrados a mandar a miles de hombres),inclinóse hasta el suelo, cogió el cuenco, sindecir palabra, y volvióse a la aldea diciendo:

-Por fin tenemos un santón. Jamás vi a unhombre como éste. Es un hijo de los llanos, pe-ro de color pálido... es la quintaesencia de unbrahmán.

A lo cual todas las mujeres de la aldea con-testaron:

-¿Creéis que estará entre nosotros muchotiempo? Y cada una de ellas hizo cuanto pudopara cocinarle los más sabrosos manjares. Lacomida montañesa es sencillísima; pero conalforfón, maíz, pimentón; pescado del río cuyasaguas corren por el valle; miel de las colmenasfabricadas en forma de chimeneas sobre lasparedes de piedra; albaricoques secos; azafránde indias; jengibre silvestre, y tortas de harinas

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de trigo, una mujer que quiera lucirse puedehacer algo nuevo, y cuando el sacerdote volviócon el cuenco para entregárselo a Bhagat, traía-lo bien colmado.

-¿Pensaba quedarse allí? -preguntó-. ¿Nece-sitaría un chela (un discípulo) que fuera men-digando para él? ¿Tenía una manta para abri-garse cuando hiciera frío? ¿Le gustaba la comi-da aquella?

Comió Purun Bhagat y dio gracias al donan-te. Su intención era quedarse; al oír lo cual elsacerdote dijo que le bastaba con saber esto. Notenía más que dejar el cuenco fuera del temploabandonado, en el hueco que formaban dosraíces retorcidas, y diariamente recibiría sualimento, porque el pueblo se tenía por muyhonrado con que un hombre como él (y al de-cirlo miró tímidamente a Bhagat en el rostro) sequedara entre ellos.

Aquel día terminó para Prun Bhagat el an-dar vagabundo. Había llegado al sitio que leestaba destinado... a un lugar todo silencio y

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espacio. Después de esto paróse el tiempo, y élmismo, sentado a la entrada del templo, nopodía decir si estaba vivo o muerto; si era unhombre cuya voluntad mandaba en los miem-bros de su cuerpo, o si formaba parte integrantede los montes, de las nubes, de la mudable llu-via y de la luz del Sol. Se repetía a sí mismodulcemente un Nombre centenares y centena-res de veces, hasta que, a cada repetición, pare-cía separarse más y más del cuerpo, y llegar,deslizándose, a los umbrales de alguna tre-menda revelación; pero, en el preciso instantede abrirse la puerta, lo arrastraba hacia atrás supropio cuerpo, y con dolor se sentía otra vezatado a la carne y a los huesos de Purun Bha-gat.

Cada mañana el cuenco lleno era colocadoen silencio sobre la especie de muleta que for-maban las retorcidas raíces allá fuera del tem-plo. Traíalo, algunas veces, el sacerdote; otrasun mercader ladakhi que paraba en el pueblo, yque, deseoso de hacer méritos, subía trabajo-

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samente por el atajo; pero, con más frecuencia,la portadora era la misma mujer que había co-cinado la comida la noche antes, y murmuraba,tan bajo que apenas se la oía:

-Interceded por mí ante los dioses, Bhagat.Rogad por Fulana, la mujer de Mengano.

De cuando en cuando, a algún muchachoatrevido se le permitía igual honor, y PurunBhagat le oía poner el cuenco y echar a corrertan aprisa como sus piernecitas le permitían;pero el Bhagat nunca descendió hasta el pue-blo. Veíalo extendido como un mapa, a suspies. Podía ver también las reuniones que en élse celebraban, al caer de la tarde, en el círculodonde estaban las eras, porque era éste el únicoterreno llano que allí había; contemplar el estu-pendo y poco nombrado verdor del arrozcuando es joven; los tonos de azul de añil quemostraba el maíz; los pedazos de terreno enque se cultivaba el alforfón, semejantes a di-ques; y, en su estación propia, la roja flor delamaranto, cuyas diminutas semillas, por no ser

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grano ni legumbre, constituyen un alimentoque puede tomar, sin faltar por ello en lo másmínimo, todo indio en época de ayuno.

Cuando el año tocaba ya a su fin, los techosde las chozas parecían cuadraditos llenos depurísimo oro, porque sobre los techos era don-de ponían los aldeanos las mazorcas de maízpara que se secaran. La cría de abejas y la reco-lección de los granos; la siembra del arroz y sudescascarillado, fueron pasando ante su vista;todo ello como bordado allá abajo, en los peda-zos de campo de mil distintas orientaciones. Yél meditó sobre cuanto se ofrecía a su vista,preguntándose a qué conducía todo aquello, enúltimo, definitivo resultado.

Hasta en los sitios poblados de la india, nopuede un hombre estarse sentado y completa-mente quieto durante un día entero, sin que losanimales salvajes corran por encima de sucuerpo como si fuera una roca; en aquella sole-dad pronto ellos, que conocían perfectamente eltemplo de Kali, fueron llegando para ver al

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intruso. Los langures, los grandes monos delHimalaya, de grises patillas, fueron, como esnatural, los primeros, porque andan siempredevorados por la curiosidad; y una vez hubie-ron tirado el cuenco, haciéndolo rodar por elsuelo, y probaron la fuerza de sus dientes sobreel travesaño de cobre de la muleta, y le hubie-ron estado haciendo muecas a la piel de antílo-pe, decidieron que aquel ser humano, que esta-ba allí sentado tan quieto, era inofensivo. Alcaer de la tarde saltaban desde los pinos, pedí-an con las manos algo de comida, y luego sealejaban, balanceándose en graciosas curvas.Gustábales también el calor del fuego, y se api-ñaban alrededor de él, hasta que Purun Bhagatse veía obligado a empujarlos a un lado paraechar leña, y más de una vez se había halladopor la mañana con que un mono compartía conél su manta. Durante todo el día, uno u otro dela tribu se sentaba a su lado, mirando fijamentehacia la nieve dando gritos y poniendo unacara de expresión indeciblemente sabia y triste.

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Después de los monos llegó el barasíng, unciervo de especie parecida a los nuestros, perocon más fuerza. Iba allí para restregar los ater-ciopelados cuernos contra las frías piedras de laestatua de Kali, y pateó al ver en el templo a unhombre. Pero Purun Bhagat no se movió, y po-co a poco, el magnífico ciervo fue avanzandooblicuamente y le tocó en un hombro con elhocico. Deslizó Purun Bhagat una de sus fríasmanos sobre las tibias astas, y el contacto pare-ció refrescar al animal, cuya sangre ardía, y quebajó la cabeza, con lo cual siguió Purun Bhagatrestregando muy suavemente y quitando laaterciopelada capa. Trajo luego el barosíng suhembra y su cervato, mansos animales que seponían a mascar sobre la manta del santón; yotras veces venía solo, de noche, reluciéndolelos ojos con reflejos verdosos a la vacilante luzde la hoguera, para recibir su porción de nuecestiernas. Al fin, el ciervo dalmizclero, el mástímido y casi el menor de los ciervos, acudiótambién, erguidas sus grandes orejas, que re-

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cuerdan las del conejo; y hasta el abigarrado,silencioso mushick-nabha sintió el deseo deaveriguar qué era lo que significaba la luz quebrillaba en el templo, y puso su hocico, pareci-do al del anta, sobre las rodillas de Purun Bha-gat, yendo y viniendo con las sombras queproducía el fuego. A todos los llamaba PurunBhagat mis hermanos», y su grito de¡Bahí!¡Bahi! lanzados a media voz, tenía el po-der de sacarlos del bosque por las tardes, si sehallaban a distancia en que pudieran oírlo. Eloso negro del Himalaya, sombrío y suspicaz(Sona, que lleva impresa bajo la barba una señalblanca en forma de V), pasó por allí más de unavez, y como el Bhagat no demostró tenerlemiedo, tampoco Sona se mostró malhumorado,sino que estuvo observándolo, se acercó luegoy pidió su parte de caricias, un pedazo de pan obayas silvestres. Muy a menudo, en la calladahora del amanecer, cuando el Bhagat subía has-ta lo más alto del desfiladero para ver cómo elrojo día andaba por los nevados picachos,

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hallábase a Sona arrastrando las patas y gru-ñendo a sus plantas; metiendo una mano curio-sa bajo los caídos troncos y volviendo a sacarlacon un ¡uuuf! de impaciencia; o bien sus pasosdespertaban a aquella hora al oso, que dormíaenroscado, y el enorme animal levantábase er-guido, pensando que se trataba de prepararse ala lucha, hasta que oía la voz de Bhagat y reco-nocía entonces a su mejor amigo.

Casi todos los ermitaños y santones que vi-ven separados de las grandes ciudades tienenfama de obrar milagros con los animales; peroel milagro consiste únicamente en estarse muyquieto, en no hacer nunca ni un solo movimien-to precipitado y por largo rato, cuando menos,en no mirar directamente al recién llegado. Vie-ron los aldeanos la silueta del barasing cami-nando altanero y como una sombra a través deloscuro bosque que estaba detrás del templo; almínaul, el faisán del Himalaya, luciendo sushermosos colores ante la estatua de Kali, y a loslangures sentados en el interior y jugando con

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cáscaras de nuez. Algunos muchachos habíanoído también a Sona canturreando algo para símismo, como suelen hacer los osos, y con todasestas cosas la reputación de milagrero que ad-quirió el Bhagat fue afirmándose más y más.

Y, sin embargo, nada más lejos de sus pro-pósitos que el obrar milagros. Creía él que to-das las cosas son un enorme milagro, y cuandoun hombre llega a saber esto, sabe ya algo quele sirve de base. Estaba firmemente persuadidode que nada había grande ni pequeño en elmundo, y día y noche luchaba para llegar apenetrar en el corazón mismo de las cosas, vol-viendo al sitio de donde su alma había salido.

Dominado así por sus pensamientos, el des-cuidado cabello comenzó a caerle por encimade los hombros; en la losa que tenía al lado dela piel de antílope se hizo un agujerito con elcontinuo roce del extremo de la muleta quesobre ella se apoyaba; el sitio, entre los troncosde los árboles, donde día tras día descansaba elcuenco se hundió y fue gastándose, hasta llegar

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a ser un hueco tan pulimentado como la mismacáscara de color de tierra que allí se ponía; ycada animal sabía ya de memoria el lugar exac-to que le correspondía junto al fuego. Con lasestaciones cambiaban de color los campos; lle-nábanse y se vaciaban las eras, y volvían una yotra vez a llenarse; y, al llegar el invierno, sal-taban los langures por entre las ramas cubiertasde ligera capa de nieve, hasta que, con la pri-mavera, traían las monas desde valles más cáli-dos a sus pequeñuelos de lánguida mirada. Encuanto al pueblo, pocos cambios hubo en él. Elsacerdote había envejecido; muchos de los que,siendo niños, solían venir con el cuenco, man-daban ahora a sus propios hijos; y cuando al-guien preguntaba a los aldeanos cuánto tiempohabía vivido su santón en el templo de Kali,allá al extremo del desfiladero, contestabanaquéllos: «Siempre».

Llegaron entonces unas lluvias de verano ta-les que jamás se vio cosa igual en aquellas mon-tañas durante muchas estaciones. Por tres me-

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ses bien cumplidos el valle estuvo envuelto ennubes y en húmeda niebla... y el agua caía con-tinua, sin parar, sucediéndose las tormentasuna tras otra. El templo de Kali se quedaba ge-neralmente por encima de las nubes, y hubo unmes entero en que el Bhagat no pudo ver ni porun momento la aldea. Estaba aquélla envueltapor una blanca cubierta de nubes que se balan-ceaba, mudaba de sitio, rodaba sobre sí mismao se arqueaba hacia arriba, pero que nunca sedesprendía de sus estribos, los flancos del valle,convertidos en verdaderas chorreras.

Durante todo este tiempo no oyó más quelos millones de ruidos que producía el aguasobre la copa de los árboles, por debajo de ellas,y siguiendo el suelo; atravesando la pinocha;cayendo gota a gota de las mil lenguas de losenlodados helechos, y lanzándose, en fangososcanales que acababan de abrirse, por todos losdeclives. Entonces salió el sol e hizo elevarse delos deodoras y de los rododendros su agradablearoma, y con él vino aquel lejano, purísimo olor

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al que llaman los montañeses «el olor de lasnieves». Duró el sol una semana, y entoncesjuntóse la lluvia en un último diluvio, y el aguaempezó a caer formando sábanas que privaronde su corteza a la tierra y la hicieron, de nuevo,convertirse en barro. Purun Bhagat encendióaquella noche un gran fuego, porque estabaseguro de que sus hermanos necesitarían calor;pero ni un solo animal acudió al templo, pormás que él llamara y llamara, hasta quedarsedormido, preocupado por la idea de lo quehabría ocurrido en los bosques.

Era ya plena noche y caía la lluvia, produ-ciendo el ruido de mil tambores a la vez, cuan-do fue despertado por unos tirones que daban asu manta, y, alargando la mano, hallóse con lapequeñísima de un langur.

-Mejor se está aquí que entre los árboles -dijoél, soñoliento, levantando un poco la manta-.Toma y caliéntate. -El mono le cogió la mano ytiró de ella con fuerza.

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-¿Qué quieres, pues comida? -preguntó Pu-run Bhagat . Espera un rato y te la prepararé.

Como se arrodillara para echar leña al fuego,corrió el langur hasta la puerta del templo, llo-riqueó allí a gritos, y volvió corriendo, tirándo-le al hombre de la rodilla.

-¿Qué hay? ¿Qué te ocurre, hermano? -dijoPurun Bhagat, porque vio que los ojos del lan-gur estaban preñados de cosas que no podíadecir-. Como no sea que alguno de tu castahaya caído en una trampa (y aquí no las ponenadie), no estoy dispuesto a salir con este tiem-po. ¡Mira hermano, hasta el barasing viene aquía buscar refugio!

Las astas del ciervo, al entrar a grandes pa-sos en el templo, chocaron contra la grotescaestatua de Kali. Bajólas hacia Purun Bhagat ypateó como sintiéndose violento, resoplandocon fuerza por las contraídas narices.

-¡Ea! ¡Ea! ¡Ea! -exclamó el Bhagat haciendocastañetas con los dedos-. ¿Éste es el pago queme das por hospedarte una noche?

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Pero el ciervo lo empujó hacia la puerta, y, alhacer esto, oyó Purun Bhagat el ruido de algoque se abría y vio dos losas del suelo separarseuna de otra, mientras la pegajosa tierra formabauna boca cuyos labios se apartaban con unchasquido.

-Sí, ya lo veo, ya, ahora -dijo Purun Bhagat-.No es extraño que mis hermanos no se sentaranalrededor del fuego esta noche. La montaña sehunde. Y, sin embargo... ¿a qué marcharme?

Fijó los ojos sobre el cuenco vacío y la expre-sión de su cara cambió por completo.

-Hanme dado comida diariamente desde...desde que vine, y si no me doy prisa no queda-rá mañana ni un alma en todo el valle. Induda-blemente tengo el deber de ir y advertirles atodos los que en él viven lo que pasa. ¡Atrás,hermano! Déjame llegar hasta el fuego. Retro-cedió de mala gana el basaring y Purun Bhagatcogió una tea, hundiéndola en las llamas y re-volviéndola hasta que estuvo bien encendida.

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-¡Ah! ¿Vinisteis a avisarme? Pues ahoraharemos algo que será aún mucho mejor, mu-cho mejor. Vamos fuera, y préstame tu pescue-zo, hermano, porque yo no tengo más que dospies.

Agarró al basaríng por la cerdosa cruceracon la mano derecha; sostuvo la tea, que le ser-vía de antorcha, con la izquierda, y salió deltemplo, hundiéndose en la oscuridad de la no-che, que era terrible. No se sentía ni un solosoplo de viento, pero la lluvia apagaba casi lavacilante luz al lanzarse el gran ciervo por lapendiente, dejándose resbalar sobre las ancas.En cuanto salieron del bosque, otros de loshermanos del Bhagat se reunieron con él. Oyó,aunque no pudiera verlo, que los langures seapiñaban en torno suyo, y detrás sonaba el ¡uh!¡uh! de Sona. La lluvia tejió sus largas guedejasde tal modo que parecían cuerdas; el agua losalpicaba al poner los desnudos pies en el sue-lo, y su amarillo ropaje se le pegaba al frágil

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cuerpo envejecido; pero él siguió andando confirme paso, apoyándose en el barasing. No era

ya un santón, sino Sír Purun Dass, K. C. I. E.,primer ministro de un estado que nada tenía depequeño, hombre acostumbrado a mandar yque iba entonces a salvar no pocas vidas. Por elfangoso y rápido sendero descendieron juntosel Bhagat y sus hermanos hasta que las patasdel ciervo tropezaron contra el muro de unaera, y dio aquél un bufido, porque su olfato leadvertía que por allí estaba el Hombre. Hallá-banse ya al extremo de la única y tortuosa callede la aldea, y el Bhagat golpeó con su muletalas cerradas ventanas de la casa donde vivía elherrero, mientras la tea que le servía de antor-cha llameaba al abrigo del alero de aquélla.

-¡Levantaos y a la calle! -gritó Purun Bhagat,y él mismo no reconoció su propia voz, porqueaños hacía que no hablaba en voz alta a ningúnhombre-. ¡La montaña se hunde! ¡La montañase hunde! ¡Levantaos y echaos fuera todos losque estéis en. las casas!

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-Es nuestro Bhagat -dijo la mujer del herre-ro-. Viene rodeado de sus animales. ¡Recoge alos pequeñuelos y da la voz de alarma!

Corrió ésta de casa en casa mientras los ani-males apiñados en la estrecha vía chocabanunos con otros y se atropellaban en torno delBhagat, y Sona resoplaba con impaciencia. Pre-cipitóse a la calle toda la gente (no eran en totalmás que unas setenta personas) y a la luz deantorchas vieron a su Bhagat que agarraba,para que no se escapara, al aterrorizado bara-sing, mientras los monos asíanse con aspectolastimoso a la ropa de aquél, y Sona se sentabay comenzaba a dar bramidos.

-¡Atravesad el valle y subid al monte opues-to! -gritó con fuerte voz Purun Bhagat-. ¡Que nose quede nadie rezagado! ¡Nosotros iremosdetrás!

Corrió, entonces, la gente como sólo losmontañeses son capaces de correr, porque sabí-an que en un hundimiento de tierras lo quehabía que hacer era subirse al sitio más alto, al

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otro lado del valle. Huyeron, lanzándose alestrecho río que había al extremo, y casi sinaliento, subieron por los terraplenados camposdel otro lado, mientras el Bhagat y sus herma-nos los seguían. Fueron ascendiendo por lamontaña opuesta, llamándose unos a otros porsu nombre (el modo de tocar llamada en la al-dea), y pisándoles los talones, subía trabajosa-mente el gran barasing, sobre el cual pesaba elcuerpo casi desfallecido de Purun Bhagat. Porfin, paróse el ciervo a la sombra de un espesopinar, a ciento cincuenta metros de altura en lavertiente. Su instinto, que le advirtió delpróximo hundimiento, dijole también que allíse hallaba seguro. Junto a él dejóse caer casidesmayado Purun Bhagat, porque el enfria-miento ocasionado por la lluvia y aquella des-esperada ascensión lo estaban matando; peroantes había dicho a los portadores de antorchasdesparramados por la vanguardia:

-Paraos, y contad cuántos sois.

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Luego, añadió en voz baja dirigiéndose alciervo, al ver que las luces se agrupaban:

-Quédate conmigo, hermano, hasta... que memuera.

Oyóse en el aire un ruido leve como un sus-piro, que se convirtió en murmullo; luego unmurmullo que fue creciendo hasta parecer ru-gido; y el rugido traspasó todos los límites de loque pueda resistir el oído humano, y la vertien-te en que los aldeanos se hallaban recibió unchoque en medio de la oscuridad, retemblandosobre sus cimientos. Entonces una nota firme,profunda, clara como un do grave arrancado aun órgano, sofocó todo otro ruido por espacio,quizá, de cinco minutos, y, mientras duró, hastalas mismas raíces de los pinos temblaban. Pasó,y el rumor de la lluvia, cayendo sobre innume-rables metros de tierra dura y de hierba, cam-bióse en ahogado tamborileo del agua sobretierra blanda. Esto sólo bastaba para explicarlotodo.

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Ni un solo aldeano (ni siquiera el mismo sa-cerdote) tuvo suficiente valor para hablar alBhagat, que les había salvado a todos la vida.Acurrucáronse bajo los pinos y allí esperaronhasta que se hizo de día. Cuando llegó éste,miraron a través del valle y vieron que lo quehabía sido bosque, y campos de cultivo, y tie-rras de pasto cruzadas de senderos, era ahorainforme y sucio montón, pelado, rojo, en formade abanico, con unos pocos árboles tirados, conla copa hacia abajo, sobre el declive. Subía estamasa roja hasta muy arriba de la montaña don-de ellos buscaron refugio, deteniendo la co-rriente del estrecho río, que había comenzadoya a ensancharse, formando un lago de color deladrillo. De la aldea, del camino que conducíaal templo, y aun del templo mismo y del bos-que situado a su espalda, no quedaba ni rastro.En el espacio de un cuarto de legua de ancho, ya más de seiscientos metros de profundidad,todo el flanco de la montaña había material-

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mente desaparecido, alisado por completo dearriba abajo.

Y los aldeanos, uno a uno, se acercaron a suBhagart, a través del bosque, sin hacer ruido,para rezar ante él. Vieron entonces al barasingde pie, a su lado, y escapándose en cuanto es-tuvieron cerca; oyeron a los langures lamen-tándose por entre las ramas, y a Sona quejándo-se tristemente montaña arriba; pero su Bhagatestaba muerto, sentado, con las piernas cruza-das, apoyada la espalda en el tronco de un ár-bol, la muleta bajo el sobaco, y el rostro vueltohacia el Noroeste.

El sacerdote les dijo:-¡Mirad: he aquí un milagro tras otro, por-

que precisamente en esta actitud deben ser en-terrados todos los sunnyasis! Así pues, dondeahora está elevaremos un templo a nuestro san-tón.

Antes de terminarse el año había sido ya edi-ficado el templo (un santuario pequeño, depiedra y fango) y llamaron a la montaña La

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Montaña de Bhagat, adorándolo allí y llevándo-le luces, flores y dádivas, lo que continúa hastahoy. Pero lo que no saben los aldeanos es que elsanto de su devoción es el difunto Sir PurunDass, D. C. L E., D. C. L. Ph. D., etc., que fue untiempo primer ministro de ilustrado y progre-sivo Estado de Mohiniwala y miembro honora-rio o correspondiente de muchas más sabias ycientíficas sociedades de lo que puede ser dealgún provecho en este mundo o en el otro.

CANCIÓN Al, ESTILO DE KABIR2

Leve peso era el mundo entre sus manos,insoportable carga sus riquezas:

2 Kabir es el nombre del más original e influyente de losreformadores religiosos de la India. Es una especie deMahoma. Aún hoy son innumerables los que «siguen elcamino de Kabir, y la secta que él fundó cuenta con im-portantes monasterios.

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al gúddee ha preferido la mortajay cual bairagi3 vaga por la tierra.

No posa ya sus pies en otra alfombraque el polvo del camino, aquél que llevaa Delhi, y en el cual sólo le guardanel sal y el ikar cuando el sol le quema.

Su casa es el lugar en que reposa,ya entre las gentes o en desiertos duerma,y él prosigue su vía, aquella víade perfección con que el bairagi sueña.

Ha clavado en el Hombre su miraday ha visto clara la verdad entera:un Dios hubo, un Dios hay: no más que unoKabir, el gran Kabir, dijo que hubiera.

3 El autor usa aquí la palabra bairagi en otro sentido dis-tinto del que le da anteriormente en este mismo relato,pero sin explicarlo.

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Todo el problema de la acción lo miracual leve nube, no cual ancha nieblaroja, extendida, como en otro tiempo...y él vaga, cual bairagi, por la tierra.

Quiere aprender a amar a sus hermanosel césped, y Dios mismo, y aun las fieras:deja el poder y la mortaja toma:(¿no oís, dice Kabir?) bairagi queda.